Entre todos los términos polisémicos escojo sin vacilar teatro. Mero nombre común que implica, no obstante, una multiplicidad conceptual casi inabarcable. Por teatro entiende cada quien lo que le parece o conoce. Cuanto menores son la profundidad y diversidad de su experiencia, más escueta y perfilada su definición. Un edificio. Un vodevil. Una salida escolar. Un lujo.
También los profesionales de las artes escénicas nos formamos una representación mental delimitada de qué es y qué no es el teatro. Qué funciones y propósitos le son propios. De qué medios nos servimos para cumplirlos cabalmente. A quiénes se dirige nuestro trabajo y cómo llegamos a estos destinatarios implícitos. Cada creador necesitará acotar, siquiera vagamente, la tierra que haya decidido cultivar, pues los dominios del teatro son infinitos.
El teatro que yo quiero se desentiende de las manías tiránicas y mudables de cada tiempo. Resiste el actual contexto de sobreestimulación, estridencia, dinamismo insustancial, hipertecnologización y descorporeización que desconectan al individuo de sí mismo. Conserva su naturaleza esencial: concede el protagonismo al ser humano –intérprete y espectador–, a su transformación interna y a su capacidad para incidir en un cambio exterior urgente. Para centrarse en lo fundamental, este teatro se despoja de todo lo demás: el espacio vacío le permite evocar cualquier lugar real o imaginario en la pantalla mental del receptor con mayor eficacia y riqueza que la construcción escenográfica o la proyección audiovisual más elaboradas. El consumo material se reduce a lo básico y no hay objeto que entre en escena sin una buena razón para hacerlo.
Esta desnudez externa por supresión de lo prescindible expone al receptor a una experiencia cada vez más inédita: la desaturación. La belleza sobria cae como un mazazo y frena en seco el torbellino cotidiano. Al desconcierto y la incomodidad iniciales, causados por la privación de lucecitas, bocinazos, atestamiento y trepidación, les sigue una percepción más fina. Ahora el espectador puede captar y dejarse afectar por la sutileza. Y en ella funda su imperio la palabra.
El teatro que quiero debe permanecer libre de las dictaduras de la época porque aspira a tocar por dentro, en su esencia humana e intemporal, a sus destinatarios. Es un teatro de texto que integra lo poético, lo narrativo y lo ensayístico, con la misma naturalidad con que conviven, en la expresión verbal de cada persona, las distintas funciones del lenguaje. Y es un teatro político que expone los tabúes desde la sencillez y la hondura, porque la elaboración artística y la representación transparente de cuestiones espinosas nos abren a soluciones que no existían mientras apartábamos la vista.
Tengo la fortuna de compartir esta visión del teatro con Salva Artesero, actor y miembro de Cos de Lletra, compañía que formamos hace 16 años. Escribo textos basados en la palabra y la interpretación, que transcurren en un espacio casi vacío y abordan asuntos ásperos, con la certeza de que Cos de Lletra se lanzará a producirlos. Sin excesos. Sin afán de encajar en el teatro de otros. Con este amor constante y diligente por un teatro nuestro.